El escritor se atrevió a convertir la vida en una obra de arte, afirman colegas suyos
Presentan Las amarras terrestres, de Abigael Bohórquez
MONICA MATEOS-VEGA
El escritor sonorense Abigael Bohórquez es recordado por sus colegas como un "poeta forastero" que llegó a la ciudad de México "con la osadía de convertir la vida en una obra de arte".
Durante la presentación de la antología Las amarras terrestres (editada por
Nacido en Caborca en 1936 y fallecido en 1995, el poeta fue también un apasionado del teatro experimental. Vivió durante mucho tiempo en el sur del país y publicó más de 18 libros de poesía y teatro. Perteneció a la llamada "corriente subterránea". Los especialistas consideran que su obra es clave para comprender la "renovación poética" de la literatura contemporánea en México.
También fue uno de los primeros escritores que habló de su homosexualidad, por lo cual se convirtió en "un caso mitológico, cuyos versos se leían en secreto y se consideraban subversivos", dijo Bautista.
Carlos Pellicer afirmaba que Abigael Bohórquez era el primer vate importante que da el norte. "México tiene en este joven a un poeta extraordinario".
Pese a ello, Abigael fue relegado de la gran mayoría de las antologías importantes de la poesía nacional, y su obra se publicó en ediciones casi marginales, de escaso tiraje.
Dionisio Morales escribió en el prólogo de Las amarras terrestres. Antología poética (1957-1995): "Algunos lectores se preguntarán por qué una antología tan vasta. Puedo mencionarles dos razones: una: es la primera ocasión que tienen entre sus manos la obra reunida de un poeta importante, casi desconocido en el ámbito de nuestras letras, y por eso era necesario caer en el 'exceso'; dos: su poesía lo amerita."
Susana Alexander y Carlos Bracho leyeron algunos poemas que, entre otros temas, abordan temas como la ciudad-desierto, el amor por su madre, y "el sida de todos tan temido". La tertulia concluyó con los versos: Vengo a estarme de luto/ porque puedo./ Porque si no lo digo/ yo/ poeta de mi hora y de mi tiempo,/ se me vendría abajo el alma, de vergüenza,/ por haberme callado.
LLANTO POR
Hoy me llegó una carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: –besos y palabras-
que alguien mató a mi perro
“ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
-me cuenta-,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
-blanco y quebrado-,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho...”
Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
al mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.
Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
el perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
-dice mi madre-
y se fue tras de su alma –los perros tienen alma:
un alma mojadita como un trino-
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado...”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.
DESAZÓN
Cuando ya hube roído pan familiar
untado de abstinencia,
y hube bebido agua de fosa séptica
donde orinan las bestias;
y robado a hurtadillas
tortilla y sal y huesos
de las cenadurías;
y caminado a pie calles y calles,
sin nómina,
levantando colillas de cigarros;
y hubime detenido en los destazaderos
ladrando como perro sin dueño,
suelo al cielo, mirando a los abastecidos.
Cuando ya hube sentido
ven pleno vientre el hueco
resquebrajado y yermo
del hontanar vacío,
y metido las manos a los bolsillos locos
y, aún así, levantando la frágil ayunanza
del alma en claro,
me conformo, me he dicho:
Dios asiste, y espero.
Cuando ya hube saboreado
sexo y carne y entraña.
y vendido mi cuerpo a los subastaderos,
cuando hube paladeado
boca, lengua y pistilo,
y comprado el amor entre vendimiadores,
cuando hube devorado
ave y pez y rizoma
y cuadrúpedo y hoja
y sentado a la mesa alba y sofisticada
y dormido en recámara amurallada de oro,
y gustado y tactado y haber visto y oído,
me conformo, me he dicho:
Dios asiste. Y camino.
Cuando ya hube salido
de cárceles, burdeles, montepíos, deliquios,
confesionarios, trueques, bonanzas, altibajos,
elíxires, destierros, desprestigios, miseria,
extorsiones, poesía, encubramientos, gracia,
me conformo, me he dicho:
Dios asiste. Y acato.
Por eso, ahora lejos
de lo que fue mi casa,
mi solar por treinta años,
mi heredad amantísima,
mis palomas, mis libros,
mis árboles, mi niño,
mis perras, mis volcanes,
mis quehaceres, la chofi,
sólo escribo a pesares:
Dios me asiste.
Y confío.
Y de repente, el SIDA.
¿Por qué este mal de muerte en esta playa vieja
ya de sí moridero y desamores,
en esta costra antigua
a diario levantada y revivida,
en esta pobre hombruna
de suyo empobrecido y extenuada
por la raza baldía? Sida.
Qué palabra tan honda
que encoge el corazón
y nos lo aprieta.
Afuera, el sol,
juguetean los niños, agrio viento,
con un barco menudo
en mar revuelto.
Este era Pájara Gustavo.
Fue profesor de educación primaria
y tuvo el alma de cristal (soplado),
por eso lo corrieron de trabajar;
hizo versitos, coronas para muertos,
valses para quinceaños;
rezaba novenarios,
hablaba solo con la Vírgen María,
se le apareció El Diablo,
y una mañana
lo descubrieron tieso, con el alma trizada,
en libertad de alcohol y de tabaco,
amoratada pájara tucana,
alma de Dios,
salvada de sin amor, de sin calor
humano. Ni divino.
Oh trasvestis casi perfectos de los carnavalitos,
oh vedettes culimpinados de los gimnasios,
oh locorronas de las sacristías,
oh pobrecitos de aldea
apedreados por el vecindario,
cercados por los perros,
ahorcados y quemados en la noche sin tregua;
Oh Rubén de la eterna noche de mi desconsuelo
bebiendo, tronándotelas, de a soledad,
soportando una esposa que no pediste,
echando paliacate con el lechero,
en sartén con el velador, pinicuachado,
de a rápido;
oh Alejandro malvada
vistiéndote de madrota
porque estabas re feo,
oh damas caballeros de la fosa común:
por ellos supe, de niño
lo que quiere decir ese mote quemante,
palabra lapidaria
que escuché muchas veces por la vida
y que aún zumba el tímpano:
entremedio,
lucisombra,
cachagranizo,
leandro;
por eso sé que
ahora sé
qué canto.
Cuando el alba aletee otra vez
y vuelva al mundo la claridad,
y quizá yo no exista,
y los jóvenes asuman nuevamente
la fuerza como sea del amor
en el sexo cualquiera,
y el AIDS sea un slogan de los ochentas,
habré de ver qué digo de donde esté;
Lázaro resucita cada día
entre los minerales del estiércol,
y la paloma de la masacre
bajo el cielo.