viernes, 14 de diciembre de 2007

Entre escritores y lectores




Aquí estoy, escuchando a los violadores del verso, mientras fumo un cigarro Newport. Tengo deseos de decir tantas cosas, pero es uno de esos días en que las ideas se agolpan en la cabeza como reos en un motín, al final ninguno logra salir.

En esta letras no hay mensaje, el mensaje soy yo”. Eso lo acabo de escuchar en una canción. Esa frase tiene mucho de cierto y aplicable en el inmenso Blogespacio. En realidad quién o qué es el mensaje ¿Lo que escribimos o nosotros mismo? ¿Cuál es el motivo que nos lleva a escribir? ¿Es el deseo de ser leídos?

Todos tenemos algo que decir, pero no siempre tenemos alguien que nos quiera escuchar. Todo artista crea en honor a su ego. Desea que su obra sea contemplada, aunque no necesariamente entendida, la comprensión es un factor secundario. ¿Qué es lo que importa: la pregunta o la respuesta? ¿Qué es una respuesta sin pregunta? Quien hace las preguntas y da las respuestas, no aporta nada al lector. Quien sabe la respuesta del lector, no aprende nada. Quien no hace preguntas, no aporta ni aprende.

¿Qué desea el escritor: aprender o enseñar? ¿Qué desea el lector: respuestas o preguntas? ¿Quién es más importante: quien pregunta o el que tiene las respuestas? ¿Quién necesita a quien: el lector al escritor o el escritor al lector? ¿A quién cuestiona el escritor: al lector o a si mismo? ¿Busca acaso sus respuestas en cabezas ajenas? Al descifrar cada pregunta ¿Desciframos al escritor o a nosotros mismos? ¿Qué ocurre cuando es descifrado el enigma?

En cada párrafo que escribimos dejamos rastros de nuestro interior, y si esto no ocurre, esas líneas son meras manchas de tintas en un papel.

De todo en cuanto se ha escrito, yo solo valoro aquello que alguien ha escrito con sangre. Escribe con sangre y te darás cuenta que la sangre es espíritu. No resulta fácil entender la sangre ajena; odio a los que leen por pasar el rato. Quien conoce al lector ya no le aporta nada...”

“…Quien escribe con sangre y en forma de sentencias no lo hace para que le leamos, sino para que aprendamos de memoria sus escrito…”

“…Las sentencias han de ser cumbres, y aquellos a quienes van dirigidas han de ser hombres altos y robustos.”

Así habló Zatarustra.
Federico Nietzsche.


Charles Baudelaire, nace en París el 9 de abril de 1821. Tiene 6 años cuando su padre, un sacerdote que había colgado los hábitos convertido en funcionario, muere sexagenario. Su madre se vuelve a casar poco después con Aupick, un oficial que llegará a ser general comandante de la plaza fuerte de París. El niño siente aversión por este padrastro, y en los internados donde está pensionado, en virtud de las extravagancias de su detestado padrastro, se aburre, soñando ser «ora papa, ora comediante».


Después de su bachillerato, rechaza entrar en la carrera diplomática con el apoyo de su padrastro. No quiere ser sino escritor. En gran perjuicio de su familia burguesa, que él horroriza con sus calaveradas, frecuenta la juventud literaria del Barrio Latino. Un consejo de familia, bajo la presión del general Aupick, lo envía a las Indias, en 1841, a bordo de un navío mercante. Pero Charles Baudelaire no quiere probar la aventura en el confín del mundo. No desea más que la gloria literaria.


Durante una escala en la Isla de la Reunión, no acude a presencia del capitán y vuelve a París a tomar, puesto que ha alcanzado su mayoría de edad, posesión de la herencia paterna. Se une a Jeanne Duval, una actriz mulata de la cual, a pesar de frecuentes desavenencias y numerosas aventuras, seguirá siendo toda su vida el amante y el sostén. Amigo de Théophile Gautier, de Gérard de Nerval, de Sainte-Beuve, de Théodore de Banville, participa en el movimiento romántico, juega a ser dandy, y contrae deudas. Sus excentricidades son tales que su madre y el general Aupick obtienen en 1844 del Tribunal que sea sometido a un consejo judicial.
Baudelaire, herido, no se repondrá de esta humillación. Privado de recursos, no cesará desde entonces de evitar los acreedores, mudándose, escondiéndose en casa de sus amantes, trabajando sin descanso sus poemas intentando mientras tanto ganarse la vida publicando artículos.


Una primera obra marca sus comienzos como crítico de arte. Loa a su amigo Delacroix, critica a los pintores oficiales. Ese mismo año, una tentativa de suicidio le reconcilia provisionalmente con su madre. En 1846, descubre la obra de Edgar Poe, ese maldito de Ultramar, allende el Atlántico, ese otro incomprendido que se le asemeja, y, durante diecisiete años, va a traducirla y revelarla.
Después de la revolución de 1848, en la cual ha participado más por exaltación que por convicción (durante las revueltas, sugiere a sus compañeros de armas fusilar a su padrastro...) prosigue sus actividades de periodista y de crítico. En 1857, la publicación de Las Flores del Mal juzgadas obscenas, crea escándalo. Baudelaire debe pagar una fuerte multa. Sólo Hugo (que le escribirá «Usted ama lo Bello. Deme la mano. Y en cuanto a las persecuciones, son grandezas. ¡Coraje!»), Sainte-Beuve, Théophile Gautier y jóvenes poetas admirados le apoyan. Amargo, incomprendido, Baudelaire se aísla aún más.


Su salud comienza a deteriorarse. Se ahoga, sufre crisis gástricas y una sífilis contraida diez años antes reaparece. Para combatir el dolor, fuma opio, toma éter. Físicamente, es una ruina. En la soledad orgullosa donde él se ha encerrado, dos luces: los escritos admirados de dos escritores todavía desconocidos, Stéphane Mallarmé y Paul Verlaine, sobre su obra que se resume en una única recopilación. Las Flores del Mal, a lo que hay que añadir los poemas en prosa del Spleen de París, ensayos, (Los Paraísos artificiales, estudio sobre los efectos del opio y del hachís), sus artículos de crítica y su correspondencia.


En 1866, durante una estancia en Bélgica, un ataque lo paraliza y lo deja casi mudo. Agoniza durante un año; amigos, para ayudarle a sobrellevar el dolor, acuden junto a su lecho a interpretarle Wagner. Se apaga a los 46 años, el 31 de agosto de 1867, en los brazos de su madre.